martes. 07.05.2024
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De joven lee mucho; en la madurez, lo bastante; de viejo, poco. Cuando los años pasan, aprovecha más rumiar lecturas pasadas, reflexionándolas, analizándolas y contrapesándolas. Labor entretenida y provechosa. Por tanto, cuando el presente se muestra tenebroso y el futuro pleno de incertidumbre, conviene recurrir a pensadores, que pueden proporcionarnos un rayo de luz para salir de este túnel, en el que estamos sumergidos. Voy a recurrir otra vez más a Norberto Bobbio, extrayendo algunas de sus ideas, de uno de sus numerosos libros, Liberalismo y democracia.

Bobbio nos ayudó a comprender el liberalismo y la democracia, y sus relaciones, no siempre armónicas. El liberalismo surgió con la intención de contener y limitar al Estado. Reivindicó unas garantías individuales que las instituciones estatales no debían invadir para no degradar la vida en sociedad. Las libertades de pensamiento, de expresión y religiosa son claves en una sociedad digna. Mas, la democracia va más lejos, además de sujetar al Estado y crear zonas de autonomía individual, incorpora a la ciudadanía a los asuntos públicos: los derechos de asociación, de sufragio, de participación en la «cosa pública», son la consecuencia de la promesa de la democracia. La soberanía popular exige participar en los asuntos públicos. 

El liberalismo surgió con la intención de contener y limitar al Estado. Reivindicó unas garantías individuales que las instituciones estatales no debían invadir

Pero, fue más allá. Intentó fundir la tradición liberal-democrática con la socialista. Hay que fortalecer las libertades; hay que apuntalar la democraciamas para que esta sea firme es imprescindible una sociedad medianamente cohesionada e igualitaria. Insistió en la necesidad de un socialismo liberal o de un liberalismo social. Lo cual no es un oxímoron. Los dos grandes valores de la modernidad -la igualdad y la libertad- han sido reivindicados por el socialismo y el liberalismo, respectivamente. Pero, optar por uno solo es suicida. Intentar construir la igualdad social sin libertades ha creado auténticos infiernos: regímenes totalitarios. En el otro extremo, la libertad sin control, la libertad del coyote para comerse a las gallinas (como diría Isaiah Berlin), el solo despliegue del mercado para el acceso a bienes básicos como la salud, educación, el trabajo, el medio ambiente sano, como defiende el neoliberalismo, produce sociedades polarizadas, generadoras de exclusión. Si en el transcurso de la revolución francesa, como dijo Lord Acton, “la pasión por la igualdad hizo vana la esperanza de la libertad”, en el devenir de lo que hoy se llama la “revolución neoliberal” habría que postular que las aspiraciones por mayor libertad no caduquen los deseos también legítimos por una sociedad más igualitaria. Esto significa que la desigualdad material no tendría ya que ser vista como la sombra negra que proyecta inevitablemente el reinado de la libertad, sino como una imperfección de la propia libertad”.

Por ello, su pretensión de fundir las dos tradiciones: la liberal y la socialista. Ya que ambas necesitan para «humanizarse», para estar a la altura de la compleja vida contemporánea, una fuerte inyección de los valores de su contraria. Un claro referente de esta aspiración fue Fernando de los Ríos, que trató de fusionar lo mejor de nuestra historia: el liberalismo de Giner de los Ríos y el socialismo de Pablo Iglesias para modernizar, europeizar España e integrar a la clase trabajadora en la vida nacional. 

Fernando de los Ríos, que trató de fusionar lo mejor de nuestra historia: el liberalismo de Giner de los Ríos y el socialismo de Pablo Iglesias

Bobbio además fue un reformista, no un revolucionario. En democracia es posible transformar, con participación, “las cosas”. Entendió que el expediente de la violencia nunca era intrascendente, que para el cambio podía incluso ser efectiva, pero que siempre dejaba una secuela no fácil, después, de desechar. Porque la violencia tiene su propia dinámica. Primero se usa contra los “enemigos”, luego contra los antiguos aliados. Las revoluciones acaban devorando a sus propios hijos. Ejemplos: la Revolución francesa, la soviética, la china, en las que viejos aliados acabaron combatiéndose a muerte. Pero además, porque lo contrario al ideal democrático es la violencia. En democracia las elecciones sirven para el cambio de gobierno sin derramamientos de sangre -como lo apuntaba KarlR. Popper- y esa función estratégica se sigue cumpliendo, lo cual no es poca cosa. Si la política es y debe ser la antítesis de la violencia, ese recuerdo siempre será pertinente. Si los regímenes autoritarios requieren marginar, perseguir y/o acabar con sus oponentes (que son la expresión del Mal), la democracia asume que en la diversidad de expresiones políticas e ideológicas radica la riqueza de las sociedades, y que extirparla es una apuesta suicida. En democracia se intenta ofrecer un cauce para la expresión, convivencia y competencia de la diversidad política, para intentar congelar a la violencia políticamente. Además, gracias a la libertad de expresión, la democracia es particularmente eficaz para detectar las injusticias. 

Pero, la democracia no es una estación terminal, un espacio armónico y sin conflictos. Pensar así era ingenuidad. Nada garantiza la eternidad de nuestras democracias. Pueden desgastarse, degradarse e incluso sustituirse por regímenes autoritarios. Conviene no olvidarlo. Y tal hecho lo estamos constatando. Y dijo muy claro: la pobreza y la desigualdad es un piso muy frágil para edificar democracias fuertes. Si queremos mantenerlas y robustecerlas estamos obligados a revertir la inmensa desigualdad de nuestras sociedades. Bobbio se apercibió muy pronto y nos advirtió del gran problema, que explotó a fines del siglo XX, aunque ya se estaba fraguando en los años anteriores: el triunfo de una sociedad de mercado había conducido a un crecimiento inaceptable de las desigualdades, lo que suponía un peligro mortal para la democracia. ¿Cuánta desigualdad puede aguantar una democracia? Y la izquierda de todo Occidente en lugar de oponerse al fenómeno de la desigualdad lo facilitó, aferrándose a la hegemonía neoliberal. Mas la izquierda tendrá razón de ser, solo si se mantiene fiel a sus principios, como es el estar al lado de los más débiles. Así que la izquierda en lugar de preocuparse por inventarse nuevas banderas en reemplazo de la igualdad, la izquierda debería conservar ese estandarte.

La pobreza y la desigualdad es un piso muy frágil para edificar democracias fuertes. Si queremos mantenerlas estamos obligados a revertir la inmensa desigualdad de nuestras sociedades

Pero el punto central es este: Bobbio cree posible que una democracia, junto con declarar y proteger las libertades de las personas, avance en pos de una sociedad más igualitaria desde el punto de vista de las condiciones materiales de vida, esto es, en pos de una sociedad donde no tengamos, por un lado, la vida demasiado dulce de unos pocos que viven en la abundancia, cuando no en la opulencia y en el derroche, y, por el otro, la existencia demasiado amarga de muchos que no tienen siquiera lo indispensable para satisfacer regularmente sus necesidades más básicas de alimentación, vivienda, vestuario, salud y educación.

Sin embargo, cuando Bobbio se muestra partidario de la igualdad en el sentido antes indicado, no está pensando en una igualdad absoluta, en una igualdad de todos en todo, en una igualdad regimentada e impuesta con la fuerza del Estado. En lo que está pensando es en una igualdad relativa, en una igualdad de todos en algo, en una igualdad en el sentido de que todos puedan satisfacer a lo menos sus necesidades básicas, para lo cual se precisa, es cierto, un papel activo de parte del Estado.

La conclusión de todo lo expuesto es muy clara. Sin ciertos niveles de igualdad, no solo jurídico-política, sino también material, no se puede hablar de democracia. Mas, la realidad es la que es. El crecimiento exponencial de la desigualdad está revelando que la democracia es una fantasía, porque la concentración de la riqueza se produce en pleno funcionamiento “democrático”, bajo gobiernos de cualquier signo y color, sin la menor interrupción. El uno por ciento más rico había capturado en la última década alrededor de la mitad de la nueva riqueza; pero desde 2020 se apoderaron del doble que el restante 99 por ciento de la población mundial, según Oxfam con la bendición de las instituciones democráticas. La democracia es una fábrica de ricos, en realidad de multimillonarios; y de muchos millones de pobres y excluidos.

Bobbio se muestra partidario de una igualdad en el sentido de que todos puedan satisfacer a lo menos sus necesidades básicas, para lo cual se precisa un papel activo de parte del Estado

Por ende, no deberíamos sorprendernos por ese desencanto generalizado por la democracia. Mas, no solo viene propiciado por la desigualdad. Habría que añadir además el recorte de determinados derechos políticos. El derecho de manifestación, por ejemplo, suele quedar seriamente restringido con la ley mordaza, que sigue vigente. De ese modo, se amedrenta a los manifestantes y se acota seriamente el derecho a manifestarse. Como señaló Foucault, “la policía es el golpe de Estado permanente”, de modo que los aparatos armados legales son utilizados cuando el poder y los poderosos consideran llegado el momento. 

El derecho de huelga también suele ser menoscabado, al imponerse servicios mínimos que neutralizan los efectos de los paros de los trabajadores, como se está debatiendo estos días en Inglaterra. 

Con la libertad de expresión todavía es mucho peor aún: la concentración de medios con carácter oligopólico, neutraliza un derecho básico, ya que el acceso a la comunicación es enormemente desigual según clase social, color de piel, edad y regiones o barrios donde cada quien resida. Hoy, un pequeño número de personas ejerce más control sobre los medios de comunicación que cualquier dictador en la historia”. 

No deberíamos sorprendernos por ese desencanto generalizado por la democracia. No solo propiciado por la desigualdad, sino por el recorte de determinados derechos políticos

Nadie niega la necesidad en una democracia de realizar elecciones periódicas, con un bombardeo mediático preelectoral asfixiante-aunque vivimos en una campaña electoral permanente- mas, la democracia auténtica es mucho más que depositar un voto en una urna. Además que el espacio de decisiones de los políticos elegidos democráticamente se ve muy limitado. Son las multinacionales, entidades financieras, grandes medios de comunicación, mercados e instituciones religiosas a las que están subordinadas las instituciones públicas tanto nacionales como internacionales, donde la impunidad de la corrupción, el abuso de poder y el tráfico de influencias son monedas corrientes. Juan Ramón Capella en su libro Fruta prohibida, a todo este conjunto de instituciones las denomina “soberano supraestatal difuso”. Por ello, lo que para algunos observadores contemporáneos aparece como una lucha de intereses contrapuestos, que es zanjada por el voto de las masas, ha sido decidido mucho tiempo antes en un círculo restringido y desconocido. La democracia nace justamente para que los votos y el número cuenten más que el dinero y los recursos de los poderes ocultos. Pero ocurre todo lo contrario, como señala Joseph Stiglitz, se está produciendo una mayor irritación de los ciudadanos ante la triste constatación de que “los elegidos no gobiernan y aquellos que gobiernan no han sido elegidos”. A inicios del siglo XX el conde de Romanones, todo un zorro de la política, ya expresó la misma idea: “Grave amenaza para los ciudadanos el ser gobernados por poderes ocultos. Esto acontece cuando el que manda no es el que firma”. Es evidente que tal circunstancia, además de la desigualdad ya expuesta, suponen una autentica perversión de una democracia cada vez mas degradada y agonizante. 

¿Cuánta desigualdad puede aguantar una democracia?