sábado. 27.04.2024
agricultores
Foto: Asaja

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A menudo soñamos, sobre todo los que somos de pueblo, con el regreso a la vida tranquila del campo. No es extraño que en películas y novelas se recurra con insistencia a situaciones en las que personas o familias hastiadas de la costumbre urbana, se planteen o decidan dejar la ciudad en busca de una forma de vida alejada de las prisas, el sinvivir y la esclavitud de la urbe. Se sueña en verde, se piensa en una casita rodeada de árboles con una parcela en la que crecen tomates, patatas y lechugas mientras gallinas, pollos y pavos van de un lado para otro sin saber a dónde van. Sí, es un sueño, una ensoñación, una actualización del Beatus Ille de Horacio o la Oda a la vida retirada de Luis de León, un recuerdo de un paraíso perdido que no nos resignamos a perder y que tal vez nunca existió. Sin embargo, la realidad es muy otra porque ese edén virginal sólo es posible para quienes tienen rentas suficientes para la holganza.

Cualquiera que se haya enfrentado a la tarea de cultivar sus propias hortalizas con sus manos en un pequeño predio, sabe que no, que eso no es rentable. Si al trabajo diario en la tierra, se le añaden abonos naturales o químicos, semillas, insecticidas y riegos, al final es muy posible que con las manos agrietadas y los riñones rotos el kilo de patatas o el de tomates nos salga a más de dos euros sin intermediarios de ningún tipo. Ahora, si la dedicación a la tierra se toma como un deporte, si se siembran berenjenas, calabacines y acelgas y si salen bien y en otro caso voy a comprarlas al super, es otra cosa. No hay nada de idílico en el pequeño cultivo salvo que tengamos otros ingresos para pagar los gastos corrientes y hayamos hecho de ello una forma de vida apartada de la rentabilidad.

No hay salida para la pequeña explotación ni tampoco para quienes la trabajan que forzosamente han de tener otro medio de vida

Lo mismo que sucede con esa ensoñación de muchos urbanitas, ocurre a otro nivel con los pequeños agricultores y la agricultura tradicional, ambas en periodo de extinción. Desde hace unos años, las televisiones y los demás medios nos informan cíclicamente de masivas protestas de agricultores que llegan a colapsar las principales vías de comunicación que dan acceso a las grandes ciudades y a sus mercados. Mienten. El pequeño agricultor no tiene tractores de doscientos mil euros, el pequeño agricultor cultiva fincas muy pequeñas con sus propias manos y la ayuda de familiares y amigos, y sólo puede aspirar a tener unos diminutos ingresos extra vendiendo directamente su producto al consumidor, cosa cada vez más difícil pese a la proliferación de cooperativas: Los Ayuntamientos tienen tasado el número de puestos de venta directa en los mercadillos semanales a los que apenas acuden agricultores modestos y sí pequeños intermediarios que compran frutas y hortalizas en lonjas que, generalmente, se nutren de productos de la agricultura intensiva. No hay salida para la pequeña explotación ni tampoco para quienes la trabajan, que forzosamente han de tener otro medio de vida.

Las leyes terribles del mercado, que siempre favorecen al pez gordo y a los especuladores, están acabando con la agricultura tradicional y expulsando de pueblos y aldeas a miles de personas que podrían vivir perfectamente en el lugar que nacieron y ayudar a conservar el medio si se les prestase la atención suficiente y se les diesen las ayudas imprescindibles para que sus vidas fuesen llevaderas. No se ha hecho así desde hace décadas, quizá desde nunca, porque el campo lleva más de cien años expulsando a sus hijos. La Política Agraria Común tampoco ha contribuido al arraigo ni al sostenimiento de esas explotaciones, no hay más que mirar quiénes son los principales perceptores de las ayudas, que no son otros que los mayores latifundistas, los absentistas o las empresas dedicadas al cultivo intensivo. Es decir, que lejos de ayudar a quienes de verdad trabajan la tierra para que puedan vivir del fruto de su esfuerzo, lo que están haciendo las ayudas oficiales es fomentar las grandes explotaciones que secan acuíferos, envenenan la tierra a base de pesticidas y explotan a los inmigrantes con sueldos miserables que apenas les dan para pagar el alquiler. Ese es el círculo vicioso que habría que romper.

Quienes estos días se manifiestan en las calles y carreteras de España y Europa no son pequeños agricultores que viven del trabajo de sus manos, son, en muchos casos, dueños de medianas y grandes explotaciones capaces de cultivar a fuerza de químicos millones de manojos de espinacas en un mes, cuando su tiempo natural de desarrollo son tres meses. Son insaciables depredadores de acuíferos y creadores de pobreza y desiertos para un mañana inmediato, son los adalides de una agricultura basada en la multiplicación exponencial de la producción a costa de lo que sea, de esquilmar las tierras, de envenenar los ríos y de explotar sin piedad a los jornaleros que han de coger la cosecha a tiempo, las horas que sean necesaria al día con temperaturas cada vez más difíciles de soportar. Aunque muchos crean que esa es la agricultura del futuro dado el incremento incesante de la población, es todo lo contrario, una agricultura cortoplacista que en absoluto tiene en cuenta lo por venir, sino el beneficio inmediato. Sirva como ejemplo la proliferación de cultivos de aguacate, mango y otras especies propias de los trópicos que necesitan cantidades enormes de agua y que jamás debieron introducirse en un país cada vez más seco.

Frente a esto, frente a esa agricultura de agricultores con fachaleco que jamás han pisado el campo, que para eso tienen a encargados y capataces, está la otra, la que se nos muere porque apenas recibe ayudas, porque no puede competir con la productividad química de las grandes explotaciones intensivas ni con los precios que impone el oligopolio de la distribución nacional e internacional pero que es la que de verdad puede ayudarnos a recuperar el equilibrio natural y a proteger nuestros campos de los incendios y la desertificación.

A estas alturas nadie puede dudar, y si lo hace está jugando con nuestro futuro y el de nuestros sucesores, de que el cambio climático ya está aquí, ni de que España es uno de los países más afectados por el mismo. Incentivar de modo racional el arraigo al campo, volverlo atractivo para jóvenes que viven la vida urbana como una frustración, convertir las ensoñaciones en realidad debiera ser el objetivo de las políticas agrícolas europeas y españolas. Para ello no sería descabellado convertir al pequeño agricultor en cuidador de la naturaleza, facilitarle los pastos de los montes públicos y privados y dotar al medio rural de los servicios de que hoy carece, empero, todo esto serviría de poco si no se pone en marcha un precio mínimo de venta de sus productos, un precio por debajo del cual no se venda y sean las instituciones comunitarias quienes corran con los costes de retirada. Se trata, inevitablemente, de garantizar la supervivencia de la agricultura que está unida a la tierra y de posibilitar que quienes a ella se dedican no estén pensando cada día en mandarlo todo al infierno y huir con lo puesto mientras intermediarios, distribuidores y grandes explotadores siguen viviendo a sus once vicios.

Agricultura y agricultores